lunes, 11 de noviembre de 2013

El niño bueno y el niño malo

Libro Comer, amar, mamar, Dr. Carlos González, pediatra catalán
Capítulo uno


Hemos tomado prestado este título de un cuento de Mark Twain no para hablar, como él, de dos niños concretos, sino de todos y cada uno de los niños, del Niño en general. ¿Son los niños buenos o malos? Pues de todo habrá, pensará el lector. Cada niño es distinto, y probablemente la mayoría, lo mismo que los adultos, serán normales tirando a buenos.

Sin embargo, y dejando aparte los méritos propios de cada niño, mucha gente (padres, psicólogos, maestros, pediatras y público en general) tiene una opinión predeterminada y general sobre la bondad o maldad de los niños. Son «angelitos» o «pequeños tiranos»; lloran porque sufren o porque nos toman el pelo; son criaturas inocentes o «saben latín»; nos necesitan o nos manipulan.

De esta concepción previa depende que veamos a nuestros propios hijos como amigos o enemigos. Para unos, el niño es tierno, frágil, desvalido, cariñoso, inocente, y necesita nuestra atención y nuestros cuidados para convertirse en un adulto encantador. Para otros, el niño es egoísta, malvado, hostil, cruel, calculador, manipulador, y solo si doblegamos desde el principio su voluntad y le imponemos una rígida disciplina podremos apartarlo del vicio y convertirlo en un hombre de provecho.

Estas dos visiones antagónicas de la infancia impregnan nuestra cultura desde hace siglos. Aparecen en los consejos de parientes y vecinos, y también en la sobras de pediatras, educadores y filósofos. Los padres jóvenes e inexpertos público habitual de los libros de puericultura (con el segundo hijo sueles tener menos fe en los expertos y menos tiempo para leer), pueden encontrar obras de las dos tendencias: libros sobre cómo tratar a los niños con cariño o sobre cómo aplastarlos. Los últimos, por desgracia, son mucho más abundantes, y
Por eso me he decidido a escribir este, un libro en defensa de los niños.

La orientación de un libro, o de un profesional, raramente es explícita. En la solapa del libro tendría que decir claramente: «Este libro parte de la base de que los niños necesitan nuestra atención», o bien: «En este libro asumimos que los niños nos toman el pelo a la más mínima oportunidad». Lo mismo deberían explicarlos pediatras y psicólogos en la primera visita. Así, la gente sería consciente de las distintas orientaciones, y podría comparar y elegir el libro o el profesional que mejor se adapta a sus propias creencias. Consultar a un pediatra sin saber si es partidario del cariño o de la disciplina es tan absurdo como consultara un sacerdote sin saber si es católico o budista, o leer un libro de economía sin saber si el autor es capitalista o comunista.

Porque de creencias se trata, y no de ciencia. Aunque a lo largo de este libro intentaré dar argumentos a favor de mis opiniones, hay que reconocer que, en último término, las ideas sobre el cuidado de los hijos, como las ideas políticas o religiosas, dependen de una convicción personal más que de un argumento racional.

En la práctica, muchos expertos, profesionales y padres ni siquiera son conscientes de que existen estas dos tendencias, y no se han parado a pensar cuáles la suya. Los padres leen libros con orientaciones totalmente diferentes, incluso incompatibles, se los creen todos e intentan llevarlos a la práctica simultáneamente.

Muchos autores les ahorran el trabajo, pues ya escriben directamente híbridos contra natura. Son los que te dicen que tomar al niño en brazos es buenísimo, pero que nunca lo cojas cuando llora porque se acostumbra; que la leche materna es el más maravilloso alimento, pero que a partir de los seis meses ya no alimenta; que los malos tratos a los niños constituyen un gravísimo problema y un atentado a los derechos humanos, pero que un cachete a tiempo hace maravillas... Vamos, «libertad dentro de un orden».

Veamos un ejemplo clásico, en la obra del pedagogo Pedro de Alcántara García, que en 1909 citaba al filósofo Kant:1 Tan perjudicial puede ser la represión constante y exagerada, como la complacencia continua y extremosa. Kant nos ha dejado dicho a este respecto: «No debe quebrantarse la voluntad de los niños, sino dirigirla de tal modo que sepa ceder a los obstáculos naturales —los padres se equivocan ordinariamente rehusando a sus hijos todo lo que les piden. Es absurdo negarles sin razón lo que esperan de la bondad de sus padres—. Mas, de otra parte, se perjudica a los niños haciendo cuanto quieren; sin duda que de este modo se impide que manifiesten su mal humor, pero también se hacen más exigentes». La voluntad se educa, pues, ejercitándola y restringiéndola, por el ejercicio y la represión, positiva y negativamente.

En conjunto, estos párrafos parecen bastante razonables, y bastante favorables al niño (aunque la palabra «represión» hoy en día chirría un poco, ¿verdad?

Seguimos reprimiendo a los niños, pero preferimos decir que los formamos, encauzamos o educamos). Todo depende de qué se considere una «complacencia extremosa». No hay que negarles cosas sin razón, pero si un niño se va a tirar por la ventana, desde luego que no se lo hemos de permitir.
Todos de acuerdo.


Pero ¿por qué precisamente al hablar de los niños hay que acordarse de esas limitaciones? Tampoco permitiríamos que se tirase por la ventana un adulto, ya sea nuestro padre o nuestro hermano, nuestra esposa o nuestro marido, nuestra jefa o nuestra empleada. Pero eso es tan lógico que, al hablar de personas adultas, no creemos necesario hacer la aclaración. Substituya en los párrafos anteriores al hijo por la esposa: «En la vida conyugal, tan perjudicial puede serla represión constante y exagerada, como la complacencia continua y extremosa. Se perjudica a las mujeres haciendo cuanto quieren; sin duda que de este modo se impide que manifiesten su mal humor, pero también se hacen más exigentes». En dos frases las ha llamado exigentes y malhumoradas. ¿A que da rabia?

Durante siglos, la mujer ha estado «naturalmente» sometida al marido, y se escribían frases similares sin que nadie se escandalizase. Hoy nadie se atrevería a hablar así de las mujeres, pero todavía nos parece normal hacerlo de los niños.

Pensará algún lector que estoy cogiendo las cosas muy por los pelos, que tampoco es para tanto, que estoy sacando de contexto las frases de Pedro de Alcántara y que él en realidad era muy respetuoso con los niños. Pero es que aquello no era más que el principio. Unas pocas páginas más adelante leemos: Para contener estos impulsos y evitar la formación de semejantes hábitos, precisa oponer resistencia a los deseos de los niños, contrariar sus caprichos, no dejarles hacer todo lo que quieran ni estar con ellos tan solícitos como suelen estar muchos padres a sus menores indicaciones.

Aquí ya no estamos hablando de impedir que el niño juegue con una pistola, pegue a otro niño o rompa un jarrón. Estamos hablando de no dejarle hacer lo que quiere «porque sí», por el puro placer de contrariarle, cuando acaba de decir que «es absurdo negarles sin razón lo que esperan». Parece que ni el autor ni sus lectores se daban cuenta de que había una contradicción.

Mucha gente se siente atraída por estas posiciones indefinidas, por el «sí, pero... » y por el «no, aunque...», pues está muy extendida en nuestra sociedad la idea de que los extremos son malos y en el medio está la virtud. Pero no es así, al menos no en todos los casos. La virtud está, muchas veces, en un extremo.

Un par de ejemplos en los que quiero creer que todos mis lectores coincidirán: la policía jamás debe torturar a un detenido, el marido jamás debe golpear a su esposa. ¿Le parece que estos «jamases» resultan demasiado extremistas, tal vez fanáticos? ¿Debería adoptar una postura intermedia, más conciliadora y comprensiva, como torturar poquito y solo a asesinos y terroristas, o pegar a la esposa solo cuando ha sido infiel? Rotundamente no. Pues bien, del mismo modo, no estoy dispuesto a aceptar que «un cachete a tiempo» sea otra cosa que malos tratos, ni conozco ningún motivo por el que haya que hacer caso a los niños de día pero no de noche.

El libro que tiene usted en sus manos no busca el «justo medio», sino que toma claro partido. Este libro parte de la base de que los niños son esencialmente buenos, de que sus necesidades afectivas son importantes y de que los padres les debemos cariño, respeto y atención. Quienes no estén de acuerdo con estas premisas, quienes prefieran creer que su hijo es un «pequeño monstruo» y busquen trucos para meterlo en vereda, encontrarán (por desgracia, pienso yo) otros muchos libros más acordes con sus creencias.

Este libro está a favor de los hijos, pero no debe pensarse por ello que está en contra de los padres, pues precisamente solo en la teoría del «niño malo» existe ese enfrentamiento. Quienes atacan al niño parecen creer que así defienden a los padres («un horario rígido para que tú tengas libertad, límites para que note tome el pelo, disciplina para que te respete, dejarlo solo para que puedas tener tu propia intimidad...»); pero se equivocan, porque en realidad padres e hijos están en el mismo bando. A la larga, los que creen en la maldad de los niños acaban atacando también a los padres: «No tenéis voluntad, lo estáis malcriando, no seguís las normas, sois débiles...».

Pues la tendencia natural de los padres es la de creer que sus hijos son buenos, y tratarlos con cariño. Una vez llegué demasiado pronto a mi consulta y me entretuve charlando con el recepcionista. En la sala solo había una madre, con un bebé de pocos meses en un cochecito, esperando para otro colega. El bebé se puso a llorar, y la madre intentó calmarlo moviendo el cochecito adelante y atrás. Cada vez los llantos eran más desesperados, y los paseos de la madre más frenéticos. Cuando un niño llora con todas sus fuerzas, los minutos parecen horas. «¿Qué hace? —pensé—. ¿Por qué no lo saca del coche y lo toma en brazos?» Esperé y esperé, pero la madre no hacía nada. Finalmente, aunque nunca he sido amigo de dar consejos no solicitados, me decidí a lanzar una indirecta lo más suave que pude: — ¡Pero qué enfadado está este niño! Parece que quiere brazos...
Y entonces, como movida por un resorte, la madre se abalanzó a sacar del coche a su hijo (que se calmó al instante) y explicó: —Es que como dicen los pediatras que no es bueno cogerlos... ¡No se atrevía a tomar a su hijo en brazos porque había un pediatra delante!

Aquel día comprendí cuánto poder tenemos los médicos y cuántas presiones y temores deben soportar cada día las madres. Esa misma explicación, «le cogería en brazos, pero como dicen que se malacostumbran...», la he oído docenas de veces en circunstancias menos dramáticas.

Todas las madres sienten el deseo de consolar a su hijo que llora, y solo una fuerte presión y un completo «lavado de cerebro» puede convencerlas de lo contrario. En cambio, nunca he visto el caso opuesto: una madre que espontáneamente prefiera dejar llorar a su hijo, pero lo tome en brazos por obligación («le dejaría llorar, pero como dicen que eso les provoca un trauma...»).

La puericultura elástica

Si hay un ángel que anota las penas de los hombres, así como sus pecados, bien sabe cuántas y cuán profundas son las penas nacidas de falsas ideas de las que nadie tiene la culpa.
GEORGE ELIOT, Silas Marner

Otro importante problema es que, a menudo, las palabras de los libros y de los expertos son tan imprecisas que admiten cualquier interpretación.

Una vez escuché durante más de media hora a un psicólogo que hablaba sobre la educación de los niños ante un grupo de madres y padres. No entendí nada. En realidad, sospecho que no dijo nada. Al final, todos le aplaudieron. Consciente o inconscientemente, algunos expertos en educación parecen adoptar el método de los redactores de horóscopos: decir generalidades vacías de contenido con las que cualquiera puede identificarse. Si yo digo, por ejemplo, «los géminis son cariñosos y leales, aunque no les gusta que les tomen el pelo», muchos de mis lectores géminis pensarán que he descrito a la perfección su personalidad. ¿Y si hubiera dicho «los sagitario son cariñosos y leales...»? Otro completo acierto. Claro, todo el mundo es (o cree ser) más o menos así. Nadie reconoce ser arisco o traicionero, nadie quiere que le tomen el pelo.

Del mismo modo, ¿quién no estaría de acuerdo en que «los padres deben encauzar las potencialidades de sus hijos, pero sin limitar su creatividad»? Los padres de Marta y de Enrique, dos niños de seis años, están de acuerdo. Marta sale de casa a las siete de la mañana y vuelve a las seis o siete de la noche tras comer en el colegio y estudiar inglés, informática y danza después de clase. La recoge una canguro que la cuida hasta que vuelven sus padres. Por su parte, el padre de Enrique ha dejado el trabajo para poder cuidar de su hijo.
Enrique come en casa, y dos días por semana estudia guitarra porque le gusta, no porque sea necesario pasar de algún modo las horas hasta que vuelven sus padres.

Los dos padres están convencidos de que están haciendo exactamente lo que recomienda el experto: ellos hacen lo posible por encauzar las potencialidades de sus hijos. Solo les preocupa un poco lo de «limitar la creatividad». ¿No la estarán limitando sin darse cuenta? El papá de Enrique decide que a partir de ahora no solo jugará con su hijo al fútbol, sino también al baloncesto (tal vez no sea bueno centrarse en un solo deporte); el de Marta decide apuntarla a piano dos días por semana, de siete a ocho de la tarde, para completar su educación.

Y usted, ¿cree que Marta y Enrique están recibiendo la misma educación?
Muchas veces, las frases son tan elásticas que se les puede dar la vuelta como a un calcetín. Si le ha gustado «los padres deben encauzar las potencialidades de sus hijos, pero sin limitar su creatividad», ¿qué me dice de «los padres deben permitir que las potencialidades de sus hijos fluyan libremente, pero poniendo límites a su desordenada creatividad»? Al verlas juntas, se da usted cuenta de que estas dos frases son exactamente opuestas; pero si hubiera leído una en un libro y meses después la otra en otro libro, probablemente no habría notado la diferencia.

¿Y qué decir de una frase como «el vínculo afectivo entre madre e hijo debe ser lo suficientemente sólido para dar seguridad al niño, pero sin caer en la sobreprotección, para no ahogar el desarrollo de su personalidad»? ¿Qué significa esto? ¿Cómo es de sólido un vínculo lo suficientemente sólido, dónde está el «vinculómetro» para medirlo? ¿Es posible ahogar el desarrollo de una personalidad? ¿Y cómo? ¿Cómo se distingue, de mayores, a quienes tienen la personalidad «ahogada»? Al oír esta frase, dos madres, Isabel y Yolanda, se quedan un poco preocupadas. La hija de Isabel, de diez meses, va a la guardería nueve horas al día, y al salir la recoge la abuela, que la cuida de cinco a ocho. Isabel sospecha que su suegra está malcriando y consintiendo a la niña, y se pregunta si no sería mejor contratar a una canguro para esas horas, antes de que ahoguen por completo la personalidad de su tierna hija. Yolanda ha pedido excedencia en el trabajo para cuidar a su hijo de diez meses, que toma pecho y duerme en la cama de sus padres; pero el martes pasado fue a la peluquería, había más cola de la que esperaba, y al volver su marido le dijo que el niño había llorado mucho. « ¿Se habrá roto nuestro vínculo afectivo?», se pregunta Yolanda; « ¿se volverá mi hijo inseguro por causa de esta separación?
Al ver tanta cola, tenía que haber vuelto a casa enseguida y dejar el corte de pelo para otro día». Por supuesto, tanto Isabel como Yolanda están totalmente de acuerdo con el experto en cuestión; ninguna de las dos duda de la importancia de un vínculo sólido, ni de los peligros de la sobreprotección.
Todo el mundo puede estar de acuerdo con este tipo de declaraciones generales, porque cada cual las puede interpretar de acuerdo con sus propias ideas.
Un experto canadiense, Robert Langis,2 nos brinda otro ejemplo. En su libro Cómo decir no a los niños (un título de por sí significativo: el gran problema de los niños parece ser que no les han dicho «no» suficientes veces) enumera «las trece condiciones de la esclavitud de los padres de hoy en día». Dichas condiciones son extremadamente amplias, por ejemplo la primera:
No sabemos establecer la diferencia entre las necesidades de nuestro hijo y sus caprichos. Esto se puede interpretar de mil maneras. Para algunos padres, todo lo que pida su hijo, menos la comida, será un capricho. Y la comida tiene que ser exactamente la que le han puesto en el plato y no otra, y se ha de comer a una hora fija y siguiendo unas normas de urbanidad inmutables. Para otros, en cambio, un niño tiene plena necesidad de estar en brazos gran parte del día, de dormir con sus padres, de recibir caricias y consuelo cuando llora, de comerlo que le gusta y dejar lo que le disgusta, de tener juguetes variados y agradables y de romper alguno de ellos de vez en cuando. Pero estos padres seguirán estando de acuerdo en distinguir entre necesidad y capricho; por supuesto que no van a permitir que su hijo de dos años abra la llave del gas.
Haciendo este tipo de declaraciones generales, es muy fácil tener a todo el mundo contento. En este libro intentaremos concretar un poco más, aun a costa de desagradar a algunos lectores.
Y su hijo, ¿con qué sueña?

El último tabú
¿Qué tienen los niños, que así los besamos, los abrazamos, los mimamos [...]?
ERASMO DE ROTTERDAM, Elogio de la locura

Nuestra sociedad parece muy tolerante porque muchas cosas que hace cien años estaban prohibidas se consideran ahora completamente normales. Pero si nos fijamos mejor, también hay cosas que hace cien años eran normales y que ahora están prohibidas. Tan completamente prohibidas que hasta nos parece normal que sea así, tan normal como a nuestros bisabuelos les debía de parecer su sistema de tabúes y prohibiciones.
Muchos de los antiguos tabúes se referían al sexo; muchos de los actuales se refieren a la relación madre-hijo, para desgracia de los niños y de sus madres.

Por ejemplo, la palabra «vicio» se usa ahora en una forma totalmente diferente a como la usaban nuestros abuelos. Casi todo lo que entonces era «vicio» ha dejado ahora de serlo. Beber, fumar o jugar son ahora enfermedades (alcoholismo, tabaquismo, ludopatía), con lo que el pecador se ha convertido en víctima inocente. La masturbación (el «vicio solitario» que tanto preocupaba a médicos y educadores) se considera normal. La homosexualidad es simplemente un estilo de vida. Hablar de vicio en cualquiera de esos casos se consideraría hoy un grave insulto. Hoy en día, solo se llama vicio a algunas inocentes actividades de los niños pequeños: «Tiene el vicio de morderse las uñas». «Llora de vicio.» «Si lo coges en brazos, se va a enviciar.» «Lo que pasa es que está enviciado con el pecho, y por eso no se come la papilla.»

Si todavía tiene dudas sobre cuáles son los verdaderos tabúes de nuestra sociedad, imagine que va a su médico de cabecera y le explica una de las siguientes historias:
«Tengo un niño de tres años y vengo a ver si me hace la prueba del sida, porque este verano he tenido relaciones sexuales con varios desconocidos.»
«Tengo un niño de tres años y fumo un paquete al día.»
«Tengo un niño de tres años; le doy el pecho y duerme en nuestra cama.»

¿En cuál de los tres casos cree que su médico le echaría la bronca? En el primer caso, le dirá «ah, bueno» y le pedirá la prueba del sida sin pestañear; todo lo más le recordará educadamente la conveniencia de usar el preservativo, lo mismo que en el segundo caso le explicará que el tabaco no es bueno para la salud (y si el médico también fuma, no le dirá nada de nada). Nadie la increpará: « ¡Pero qué descaro, cómo se atreve, una mujer casada, una madre de familia!».
¿Y en el tercer caso? Conozco una historia real. Cuando la psicóloga de la guardería se enteró de que Maribel estaba dando el pecho a su hijo de dieciséismeses, la citó para explicarle que si no lo destetaba inmediatamente su hijo sería homosexual (uno no sabe si asombrarse más de los prejuicios contra la lactancia o de los prejuicios contra la homosexualidad). Como Maribel persistió en su «peligrosa» actitud, la psicóloga llamó a su casa para hablar directamente con su marido y advertirle del daño que su esposa estaba haciendo al hijo de ambos.

Nuestra sociedad, tan comprensiva en otros aspectos, lo es muy poco con los niños y con las madres. Estos modernos tabúes podrían clasificarse en tres grandes grupos:
Relacionados con el llanto: está prohibido hacer caso de los niños que lloran, tomarlos en brazos, darles lo que piden.
Relacionados con el sueño: está prohibido dormir a los niños en brazos o dándoles pecho, cantarles o mecerles para que duerman, dormir con ellos.
Relacionados con la lactancia materna: está prohibido dar el pecho en cualquier momento o en cualquier lugar; o a un niño «demasiado» grande.
Casi todos ellos tienen una cosa en común: prohíben el contacto físico entre madre e hijo. Por el contrario, gozan de gran predicamento todas aquellas actividades que tiendan a disminuir dicho contacto físico y a aumentar la distancia entre madre e hijo:
Dejarlo solo en su propia habitación.
Llevarlo en un cochecito o en uno de esos incomodísimos capazos de plástico.
Llevarlo a la guardería lo antes posible, o dejarlo con la abuela o mejor con la canguro (¡las abuelas los «malcrían»!).
Enviarlo de colonias y campamentos lo antes posible y durante el mayor tiempo posible.
Tener «espacios de intimidad» para los padres, salir sin niños, hacer «vida de pareja».
Aunque algunos intentan justificar estas recomendaciones diciendo que es «para que la madre descanse», lo cierto es que nunca te prohíben nada cansado.

Nadie te dice: «No friegues tanto, que se malacostumbra a tener la casa limpia», o «irá a la mili y tendrás que ir tú detrás para lavarle la ropa». En realidad, lo prohibido suele ser la parte más agradable de la maternidad: dormirle en tus brazos, cantarle, disfrutar con él.
Tal vez por eso, criar a los hijos se hace tan cuesta arriba para algunas madres.
Hay menos trabajo que antes (agua corriente, lavadora automática, pañales desechables...), pero también hay menos compensaciones. En una situación normal, cuando la madre disfruta de la libertad de cuidar a su hijo como cree conveniente, el bebé llora poco, y cuando lo hace, su madre siente pena y compasión («pobrecito, qué le pasará»). Pero cuando te han prohibido cogerloen brazos, dormir con él, darle el pecho o consolarlo, el niño llora más, y la madre vive ese llanto con impotencia, y a la larga con rabia y hostilidad (« ¡y ahora qué tripa se le ha roto!»).

Todos estos tabúes y prejuicios hacen llorar a los niños, pero tampoco hacen felices a los padres. ¿A quién satisfacen, entonces? ¿Tal vez a algunos pediatras, psicólogos, educadores y vecinos que los propugnan? Ellos no tienen derecho a darle órdenes, a decirle cómo ha de vivir su vida y tratar a su hijo.
Demasiadas familias han sacrificado su propia felicidad y la de sus hijos en el altar de unos prejuicios sin fundamento.
Con este libro queremos desmentir mitos, romper tabúes y dar a cada madre la libertad de disfrutar de su maternidad como ella desee.

Hacia una puericultura ética
¡Dichoso el hombre sobre el cual han llovido como celestial rocío los besos de sus padres!
ARMANDO PALACIO VALDÉS, Testamento literario
Un viejo chiste que corre entre los estudiantes de pediatría dice: « ¿En qué se parecen y en qué se diferencian un pediatra y un veterinario?». Tanto uno como otro tienen pacientes que no hablan y que no les consultan voluntariamente, sino que son traídos por un adulto. En ambos casos, el cliente (el que toma la decisión de venir a la consulta y paga los gastos) es distinto del paciente.
Pero mientras el veterinario atiende a su paciente teniendo siempre como principal objetivo el satisfacer al cliente, el pediatra tiene que buscar lo mejor para su paciente, aunque no sea lo que el cliente (los padres) desea. Al menos en teoría.

Nuestra sociedad no trata a los niños con el mismo respeto que a los adultos.
Cuando hablamos de un adulto, las consideraciones éticas son siempre primordiales y tienen prioridad sobre la eficacia o la utilidad.

Compare los siguientes párrafos:

OPCIÓN A: Al castigar a una mujer, ¿cuál es la diferencia entre una fuerza «razonable » o «no razonable»? Esta espinosa pregunta quedó sin respuesta en enero cuando el Tribunal Supremo de Ontario respaldó un artículo del Código Penal que data de 1892 y que permite a los maridos y a los empresarios pegar a las mujeres con propósitos disciplinarios. Los tres jueces no quisieron declarar ilegal ninguna manera particular de golpear. En vez de ello, indicaron que los maridos no deberían golpear a las ancianas ni a las menores de veinte años, ni usar objetos como cinturones o reglas al aplicar el castigo corporal, y que deberían evitar golpear o abofetear a la mujer en la cabeza.

OPCIÓN B: Al castigar a un niño, ¿cuál es la diferencia entre una fuerza «razonable » o «no razonable»? Esta espinosa pregunta quedó sin respuesta en enero cuando el Tribunal Supremo de Ontario respaldó un artículo del Código Penal que data de 1892 y que permite a los padres y a los profesores pegar a los niños con propósitos disciplinarios. Los tres jueces no quisieron declarar ilegal ninguna manera particular de golpear. En vez de ello, indicaron que los cuidadores no deberían golpear a los adolescentes ni a los menores de dos años, ni usar objetos como cinturones o reglas al aplicar el castigo corporal, y que deberían evitar golpear o abofetear al niño en la cabeza. 

Uno de los textos anteriores es falso; el otro apareció publicado el año 2002 en la revista de la Asociación Médica de Canadá.3 ¿Adivina cuál?
En el mismo artículo se explican los argumentos de los que están en contra del castigo físico:
Parece haber una asociación lineal entre la frecuencia de los golpes y bofetadas recibidos durante la infancia y la prevalencia a lo largo de toda la vida de ansiedad, abuso o dependencia del alcohol y otros problemas.
Y una experta añade:[...] estamos buscando pruebas sólidas en las que basar cualquier opinión o declaración.

Pero no existe el tipo de pruebas que nos gustaría tener sobre este asunto, porque no se presta a hacer estudios aleatorios.
Un estudio aleatorio es aquel en que se distribuye a los sujetos al azar en dos grupos, a los que se recomiendan dos tratamientos distintos. En cambio, en un estudio de observación, cada sujeto hace lo que quiere. Por ejemplo, quiere usted saber si hacer gimnasia es bueno para el dolor de espalda. Para hacer un estudio de observación, puede recorrer los gimnasios de su ciudad para entrevistar a cien personas que hagan mucha gimnasia, y luego buscar por la calle, o a la salida del cine, a otras cien personas que no hagan gimnasia casi nunca. Supongamos que los deportistas tienen menos dolor de espalda. ¿Será porque la gimnasia es buena para la espalda, o será porque la gente a la que le duele la espalda se guarda muy mucho de pisar un gimnasio? Para responder a esta pregunta, necesita un estudio aleatorio. Contacte con doscientos jóvenes de veinte años, convenza a cien de ellos de que hagan gimnasia cada día y a los otros cien de que no hagan nada (este es el «grupo control») y espere cinco, diez o veinte años para ver a quiénes les duele más la espalda. Es fácil comprender que los estudios aleatorios resultan mucho más fiables, pero también son caros y difíciles de hacer.
Así pues, lo que dice la experta canadiense es que sospechamos que pegar a los niños es malo porque se vuelven alcohólicos y tienen problemas mentales cuando se les pega mucho; pero no estamos seguros porque nadie ha distribuido al azar a doscientos niños en dos grupos para pegarles regularmente a los de un grupo y a los otros no y ver qué les ocurre después. A falta de estudios aleatorios, podría tratarse de una simple asociación no causal, o incluso podría haber una causalidad inversa (es decir, aquellos niños que de mayores van a ser alcohólicos y a tener problemas mentales ya se portan mal de pequeños, y por eso sus padres se ven «obligados» a pegarles). Así que a lo mejor, después de todo, resulta que pegar a los niños no es tan malo, y de momento no pensamos hacer una declaración oficial en contra del castigo físico (por cierto, ¿por qué será que pegar a un adulto se llama «violencia doméstica », pero pegar a un niño se llama «castigo físico»?).
Pegar a los niños por lo visto solo es malo si eso les produce alcoholismo y problemas mentales; en cambio, pegar a un adulto es siempre malo, intrínsecamente malo. Es un crimen, un atentado contra los derechos humanos, tanto si produce alcoholismo como si no. Incluso si pegar a los adultos protegiese contra el alcoholismo, seguiría siendo malo, ¿verdad?

No permitiríamos a los empresarios pegar a los obreros, aunque eso aumentase la productividad. Ni aceptaríamos la práctica legal de la tortura, aunque eso disminuyese la delincuencia. Ni implantaríamos en todos los restaurantes el menú único obligatorio controlado por nutricionistas, aunque eso bajase el colesterol.
Ni dejarían los bomberos de atender el teléfono por la noche para que la gente deje de llamar por tonterías.
No, no todo vale en el trato con los adultos. Hay cosas que se hacen o se dejan de hacer por principio, independientemente de que «funcionen» o «no funcionen ».

En este libro defendemos que también en el trato con los niños existen principios.
Que con ciertos métodos nuestros hijos tal vez comerían «mejor», o dormirían más, o nos obedecerían sin rechistar, o se estarían más callados..., pero no podemos usarlos. Y no necesariamente porque tales métodos sean inútiles o contraproducentes, ni porque produzcan «traumas psicológicos». Algunos métodos que criticaremos en este libro son eficaces, y puede que algunos incluso sean inocuos. Pero hay cosas que, sencillamente, no se hacen.

Fuente: Libro Comer, amar, mamar, Dr. Carlos González, pediatra catalán

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